Trapecistas de vida

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Una de las aptitudes que más me sorprende de los seres humanos es la capacidad de desafiar a nuestro cuerpo y a nosotros mismos.

Cada día podemos ser una mejor versión de cada uno, cada segundo nos podemos mejorar, perfeccionar y asombrar de lo que somos capaces de lograr.

Como trapecistas, nos lanzamos de una situación a la otra, un tanto aguantando el aire y otro tanto rezando por que nada salga mal y logremos aprehendernos del columpio que viene para hacernos avanzar.

Sin embargo, por más que midamos y calculemos y preveamos, en algún momento todo sale mal y caemos en la red que nos detiene de descalabrarnos directamente contra el suelo.

Nuestro ego, el peor juez y parte con el que contamos en nuestras cavernas existenciales, nos agarra a palos, ¿y cómo no ha de hacerlo si es nuestra propia voz de la supervivencia?

Para él nunca somos tan buenos como deberíamos y, aunque suene un poco malsano, es lo que, casi, casi, nos obliga a levantarnos y a volver a comenzar.

Caerse es de humanos, pero levantarse también.

Una vez nos encontramos desparramados en el suelo, comienza lo que sería la caminada de la vergüenza con nosotros mismos. Caemos en cuenta del error que cometimos y no queda de otra más que enmendarlo —si se puede— o seguir adelante, dejando el episodio en el aleccionador pasado.

Un malabarista dejó caer uno de los muchos conos con los que nos sorprendía al público en su destreza, entonces todos los conos se fueron al piso. El silencio se hizo presente, el malabarista tenía la opción de seguir adelante, recoger los conos y comenzar de nuevo o, víctima del pánico que ejerce el ego, engancharse con la vergüenza y cometer una nueva recua de errores.

Como era de esperarse, el malabarista hizo una gracia y comenzó de nuevo. Al final del acto, el público aplaudió más fuerte, como si quisiera reponer el ánimo ante el error cometido.

Curiosa la cara de este lado del público. A veces podemos ser mordaces y acabar a quien comete un error y otras, como en el caso del malabarista, damos el apoyo perfecto para confortar a quien se cayó.

Engancharse en los errores es la receta perfecta para el desastre. Fijarse en lo negativo nos hace tropezar de nuevo, pasar en blanco la lección y, muy seguramente, quedar vulnerables a las caídas del futuro.

Los errores son los mejores maestros de vida, es gracias a ellos que nos blindamos de cometerlos nuevamente, porque chocar dos veces con la misma piedra solamente nos dice que la primera fue tropezada en vano.

¿De qué se trata la vida si no es de aprender de cada paso que damos? Sea bueno o malo, todo lo que nos sucede viene cargado de enseñanzas que nos hacen crecer hacia la experiencia.

Los errores se dejan atrás, como el trapecio que el trapecista soltó para tomar el otro, porque vivir colgado del pasado es desperdiciar la vida en presente, es suspendernos en el aire y no tomar las suertes que el destino tiene preparadas para nosotros.

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