Humo
Inhala. Exhala. Inhala de nuevo. Exhala las penas, las amarguras, los nervios. Inhala serenidad, exhala de nuevo.Mientras inhalas, recuerda tu vida. Vuelve al pasado debajo de aquel puente lluvioso. Evoca el sabor de la primera bocanada del aire más denso. Mira a través de la cortina de humo que nubla las penas. Exhala con fuerza. Hurga un poco más profundo, despierta los sentidos. Trae a tu mente la primera vez que uniste tus labios a mi cuerpo para compartir el oxígeno. Tu aliento enciende mi piel, tu respiro me deja existir, mi calor te ayuda a olvidar. Borraste la curiosidad ardiendo en deseo perpetuo. No pudiste escapar de mí. Hoy recapitulo mi vida sentado en una hendidura de cristal, observando mi vida consumirse una y otra vez detrás de cada exhalación. Este día me recuerda aquella gloriosa tarde debajo del puente. Llueve con la misma densidad. Acercas tus labios con más fuerza, con más confianza. Dejaste la delicadeza consumirse bajo tu ansiedad. Aquel día yací olvidado bajo la misma lluvia, hoy espero que me deseches mirando desde tu ventana la borrasca. Varios recuerdos vienen a la mente, tantos años compartiendo las dichas, los desamores, las noches en vela en busca de una buena idea; nuestro olor. ¿Recuerdas aquella vez?, piensa bien. Salimos de bares para ser uno mismo, prendiste tu fuego frente de mí. ¿Ahora lo recuerdas? Salió una chica vestida de rojo, con cabellera corta y medias de malla. Ya recordaste. Me lo dejas ver en tu mirada. La noche pasaba sin mirar el reloj. Entraron y salieron del bar. Me ofreciste a ella varias veces. Me dejó sentir su aliento impregnado al tuyo. Hablaron de todo, yo ya sabía esas historias, pero jamás te reclamaré que las cuentes repetidamente. A veces parece que quisieras causar lástima, otras reencarnas a un héroe. Nunca he comprendido cómo logras encaminar diferentes sentimientos de la misma narración tergiversada. Pero ahí he estado siempre, escuchándote sin juzgar. Para nuevamente acabar en el suelo con tu suela impregnada de lodo en mi blanco vestido, olvidado en la cotidianidad. ¿Te publicaron el libro?, ¡no puedo creerlo! Pensé que jamás lo terminarías. Rompiste tantas palabras hermosas que me perdí en tu cínico romanticismo. Con mi cuerpo arrugado contra tus dedos te miraba trabajar, soñar, recitar mis dedicatorias anheladas a un personaje invisible. Recorrimos Europa, si mal no recuerdo. Nuestra relación es mejor vista del otro lado del mar. Compartimos varios tragos sentados en la barra de madera decorada con motivos navideños. Nunca mencionaste por qué estabas solo por esas fechas (tampoco lo pregunté), parecías necesitar un respiro solitario. Sin embargo también estuve allí, envuelto en palabras mentales que transmitías con tan solo el roce de tu boca seca. Hoy me pregunto por qué me has tratado así. Por qué me has utilizado únicamente para tu bienestar. Me has pisoteado, me has arrancado la vida a golpes certeros y como si fuera poco te aseguras de que todo mi fuego se haya extinguido. Me matas, me rematas y me vuelves a matar. ¿Embarazaste a una mujer?, ahora lo traigo a mi mente. Tus ambiguas ideas no me dejaban disfrutar tus suspiros contra mi piel. Primero recurriste a mí después de la noticia, ibas a ser papá. Después contrariaste nuestros encuentros con lágrimas mustias que no comprendías por qué brotaban de tus dulces ojos. Me tomaste entre tus dedos saliendo del hospital, habías escuchado por primera vez el latir de su corazón. Lloraste de nuevo, esa vez con más sentimiento, con menos temor. En frente del hospital se iluminaba una simpática miscelánea. ¿Recuerdas que la utilizaste en una de tus historias?, cuando una mujer buscaba amor al azar. Ahí nos encontramos de nuevo, me arrancaste la ropa, me pusiste entre tus dedos pergaminosos. Exhalaste temor. Fuimos a mirar la ciudad desde aquel punto en donde concebiste tu futuro aletargado. Sí la amabas, no me digas que no. Eras sólo un hombrecillo asustado intentando nublar con humo el claro camino que te deparaba. Pasaste noches enteras intentando acomodar las piezas de tu desorden existencial, golpeando tus dedos contra la máquina de escribir que parecía no tener las palabras correctas, inhalando credulidad, exhalando sopor. Tu carrera no tiene nada de malo, perdón por decirlo hasta ahora. Me parece fascinante que vivas historias que yo ayudo traer a tu mente. Lo que me parece mordaz es que destruyas violentamente, una y otra vez tu musa real. El primer lloriqueo se dejó oir. No te atrevías a entrar. Otra vez, estuve allí para ti. Caminabas de un lado al otro frente al edificio que incubaba tu nuevo destino. Me golpeaste contra la acera tantas veces que no quería ayudarte más, pero qué se le va a hacer, tú dependes de mí, tanto como yo de ti. Desde tu bolsillo observé aquellos ojos hermosos a los que años más tarde les prohibiste mi ayuda, siento desilusionarte, me veo con tu hija también. Eso es para débiles, dijiste. Para los que necesitan refugiar sus carencias en un vicio vulgar. Eso era yo para ti, una concubina cualquiera, un perro bajo el agua al que le das una noche de paz sobre el periódico de la semana pasada. Intentamos alejarnos el uno del otro. Fuiste a un médico para que te ayudara a olvidarme. Me tomaste entre tus dedos y me juraste el último beso. No ibas ni a la mitad de nuestro encuentro, cuando tras un gesto de asco me arrojaste a la calle sin conmiseración. Un mendigo se acercó a mí, me miró de cerca; me levantó del suelo, desarrugó mis penas y encendió el poco fuego que restaba en mi. Hacía tiempo no sentía unos labios mostrar tal gratitud. Voló a mi mente un recuerdo que dormía detrás de tres whiskys. Tú y tus amigos, los de los miércoles, hurgando en los ceniceros, rescatando rescoldos de mi machacado cuerpo para poder continuar apostando a una escalera real. Me tomabas en tus manos y con mucha delicadeza alisabas mis arrugas, rozabas tu lengua contra mi piel para sanar las heridas que tú mismo ocasionaste cuando no tenías juego para arriesgar. Me miraste con los mismos ojos ansiosos de aquel pordiosero que me regaló un último aliento. No supe más de ti. Los años pasaron, tu hija se fue con el mismo imbécil que imaginaste lo haría antes de que diera sus primeros pasos. Recordaste nuestra compañía, lo bien que la solíamos pasar compartiendo el mutuo silencio del placer enfermizo. Recordaste a la madre de tu hija, la que se fue con el primer bolsillo cargado de oro y un porvenir. Siempre tuviste razón, no tenías nada que ofrecer más que palabras y un golpe de suerte que un ciego quisiera publicar. Tomaste una hoja en blanco, no te lograbas concentrar. Mi recuerdo te atormentaba el alma. Saliste a la calle protegiendo tu cuerpo con un paraguas, la ciudad estaba oscura, sólo brillaba a lo lejos el lugar en donde me podías encontrar. Fuiste allí varias veces preguntando por mí. El mismo de siempre, dando un poco más a cambio. La vida cada día es más cara, pensaste, pero aún así me sacaste de allí. Recorriste tus pasos de regreso a casa, me ibas desvistiendo sensualmente, sin prisas, sin arrebatos. Llegamos a nuestro destino, conservabas el mismo sofá que tiene tu peso marcado en los cojines. Te serviste un coñac. Prendiste la luz a medias, dejaste sonar a Sinatra. Encendiste mi cuerpo como la primera vez, extrañaba tu aliento, tu boca desierta de amor. Tú me extrañaste también. Todo por lo que me cambiaste, hacía varios años, no valía la pena; todos se olvidaron de ti cuando envejeciste, cuando ya no servías. La vida cobra lo que hacemos a los demás. Por eso yo siempre estaré relegado a morir. Inhala. Exhala el dolor. Inhala recuerdos, exhala tu pasión por mí. Inhala los años pasados como un parpadear. Exhala nuestro reencuentro, no importa lo que digan los demás.