Cuando tenía nueve años mis padres me llevaron a un viaje por el bajío, San Miguel de Allende y Guanajuato fueron nuestros destinos principales. El primero porque al mi padre ser cineasta quería llevarme a ese mágico lugar en donde Luis Buñuel se sentaba a escribir mientras tomaba un café frente a la plaza, el segundo porque encierra toda la esencia de la historia de nuestro país.
De San Miguel de Allende recordaba eso, la plaza, globos de colores, una noche cálida que me bebí como la espuma del capuchino descafeinado que mi madre ordenó para mi. Había un acordeonero, no se muy bien si ese sea su nombre, pero era un señor que detrás de una caja de armonías sonaba una canción típica mexicana, no recuerdo con exactitud cual era, mis memorias son borrosas, era una pequeña niña.
Cuando llegamos a Guanajuato me aluciné con sus calles, me parecía un cuento en el que el romance era el protagonista, desde entonces buscaba historias, no se si para escribir pero sí para recordar, lo que sí recuerdo es que buscaba una perfecta historia de amor.
La noche que llegamos a Guanajuato mi padre nos llevó a la callejoneada en donde una estudiantina muestra un recorrido por las calles de Guanajuato que se desbordan de leyendas de todo tipo, leyendas coloniales que prevalecieron como un murmullo en mi memoria, pero hay una en especial que más que un murmullo es una letra escarlata tatuada en mi cabeza, como si hubiera sido ayer, como si aquel momento debiera prevalecer fuertemente para aderezar lo que hoy conozco como mi historia de amor.
Llegamos al callejón del beso y la estudiantina canto y contó la historia sobre Ana y Carlos, una pareja de jóvenes que en épocas muy añejas deseaban amarse sin importar quien se opusiera, como el padre de Ana, un hombre adinerado que no permitiría que su hija mantuviera una relación con Carlos. Los quiso separar por todos los medios, incluso advirtió a su hija que si no dejaba de ver a su amado la enviaría a un internado religioso a España. Su padre la encerró en su cuarto que tenía un balcón que daba de frente al balcón de la casa contigua. Carlos encontró la forma de entrar a esa casa y frecuentar a Ana a escondidas de su padre, pero llegó el día en que el viejo se enteró que lo engañaban y mientras Carlos besaba a Ana, le enterró el puñal en la espalda. Carlos murió allí en el mismo lugar en donde le prometió amor eterno a su eterna enamorada.
Allí quedé flechada por ese lugar, por la vibra enamorada que desprendían aquellos balcones, miraba a los turistas besarse bajo dicho escenario que prometía convertir en amor eterno a quienes juntaran sus labios en ese lugar. Entonces a la estrella más brillante del cielo le pedí un deseo "yo quiero que el amor de mis sueños me bese debajo de ese balcón".
Veintiún años después, me besó.