El niño que logró sus sueños
Cuando somos pequeños tenemos grandes sueños. El mío era ir a África y curar leones. Quería ser médica veterinaria, pero lo que de verdad quería era sanar, curar, ayudar a seres que sufrieran cualquier tipo de dolor.
Mi alma altruista me llevó, a los 11 años a formar una escuelita para tres niños humildes que vivían en unas casitas de lata en Cuernavaca.
Todos los fines de semana, mis padres y yo íbamos a Cuernavaca a visitar al fallecido director Luis Alcoriza y su esposa quienes vivían en compañía de su empleada del servicio y Gaby, su pequeña hija.
Gaby vivía con su mamá en el cuarto de servicio, era mi amiga y cada sábado nos veíamos con alegría para jugar a subirnos en árboles o corretear por el lindo jardín de Luís y Jannet.
Un día salimos por la parte trasera de la casa y con el fin de una aventura, terminamos a unos dos kilómetros de allí, en una comunidad de casitas de lata. En una de esas casitas vivían tres niños pequeños con sus padres.
El más pequeño tenía cinco años, la que seguía 8 y la mayor 12. Ninguno iba a la escuela, ninguno sabía leer, ni escribir, a duras penas podían hablar.
Gaby y yo tuvimos la idea de crear una escuelita en el inutilizado garaje de los Alcoriza. Pedimos permiso tanto a los dueños de la casa como a los padres de los tres niños. Los sábados iríamos por ellos temprano para enseñarles a leer y a escribir, incluso a aprender unas cuantas palabras en inglés.
En la semana, pedí dinero a mis padres para comprar cuadernos, colores, lápices y demás enseres necesarios para desempeñar mi nueva infantil profesión de maestra.
Comenzamos con nuestra labor cada sábado por muchos sábados. Aprendieron lo básico de leer y escribir –y unas cuantas palabritas en ingles: yes, no, I love you–, tomaban un recreo y les dábamos refrigerio; luego, por la tarde, los regresábamos a casa con tarea que calificaríamos cada semana.
No puedo negarlo, de recordarlo se me llena el alma de júbilo y satisfacción.
Esta memoria la trajo a mi presente una historia que leí en UPSOCL.com. Un niño de Filipinas que soñó con crear un refugio para perros cuando fuera grande y nunca imaginó que comenzando a trabajar en ello desde que llegó la idea a su cabeza, lo llevaría a materializarlo mucho antes de lo sospechado por él e incluso por su comunidad.
Hoy, el pequeño tiene un refugio en su pueblo, alimenta a perros y gatos en situación de calle. La gente se interesó por su labor y comenzaron a enviarle donativos con los que pudo construir un espacio para rehabilitar a sus peludos amigos.
Ahora tiene tres perros, como nuestros tres alumnos, pero sueña con que cada día sean más los animales de quienes cuidar, para que cuando sea adulto su sentido de compasión y entrega se haga expansivo.
Esta historia me hizo reevaluar mi misión en la vida. Aún quiero ayudar, aún quiero dar apoyo a quienes sufren y lo necesitan, aún me llama la conexión con las almas.
Tendré que empezar a alimentar mi más reciente sueño y, en unos cuantos años, veremos con qué me sorprende la vida. En una de esas nos encontramos en este camino de compasión.
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