El País de nunca jamás
Hace días que no me sentaba para escribir en mi blog y la verdad es que la inspiración había cedido y me quedé sin nada que contar, sin nada que decir. Pasé tardes enteras pensando en cuál sería mi próximo tema, la siguiente historia o el pensamiento que querría compartir con la gente que me lee, con mis amigos que esperan un par de palabras impresas en un papel y siguen de cerca lo que cada día quiero decir.
Hoy por fin a altas horas de la noche regresó la inspiración, por fin tuve ese aliciente que necesitaba para enfrentar mis dedos ante un teclado y una hoja en blanco. Esta tarde lluviosa decidí pasar a alquilar unas películas entre las cuales escogí para ver primero "El regreso del capitán Garfio". Todos vimos Peter Pan alguna vez, todos deseamos volar por el cielo de Nunca Jamás y enfrentar piratas, bailar con hadas y divertirnos con los niños perdidos de esta maravillosa historia, pero con el paso del tiempo y la obligada responsabilidad que la adultez exige, olvidamos ser niños para siempre. Que círculo de vida tan cruel enfrentamos los seres humanos, nacer, aprender a ser pequeñas personitas con una imaginación tan basta como nuestros mismos juegos, para que llegada la adultez nos olvidemos de lo increible que es reir a carcajadas, brincar sobre la cama y comer galletas hasta que el estómago haga sus portentosos reclamos. Qué paso? en qué momento dejamos de divertirnos, en qué etapa de la vida nos comenzamos a preocupar por cómo vivir, cuándo permitimos que la magnitud de nuestro cuerpo nos robara la ilusión. Tengo que confesar que, por ridículo que suene, he recuperado algo que había perdido en el camino, todavía no sé qué es exactamente, todavía no llega a mi cabeza ese detalle que entre lágrimas regresó para quedarse. Tengo vívida en mi mente una escena de la película que me derrotó a romper en llanto, esa parte en la que Peter se da cuenta que ha perdido la imaginación, las ganas de divertirse, todo por convertirse en un adulto y como por arte de magia su infancia regresa y lo atropella con inocencia. Hace tiempo que no lloraba así, hace tiempo que me arrancaba las lágrimas pensando que llorar no soluciona nada, y seguramente no soluciona infinidad de cosas pero el corazón descansa, recuerda y respira profundamente. Tomé mi perro de peluche, ése que por las noches termina en el piso, ése que cuando era pequeña hubiera abrazado para que me protegiera contra los monstruos que habitan en los armarios, lo abracé y por infantil que suene le prometí no volver a dormir en el suelo, le prometí abrazarlo y permitirle que me protegiera de aquel fantasma que me aterraba cuando era pequeña. Dejé que mi llanto fluyera, que mis ideas se reorganizaran, tomé de nuevo mis recuerdos y no sé en qué momento, decidí levantarme y volver a sentir esa increible libertad que se experimenta brincando en la cama. Ahora es diferente, ahora debo tener cuidado de no golpearme la cabeza con el techo, sin embargo con precaución brinqué y lloré hasta que mi llanto se convirtió en una risa tan infantil que me liberó de la tensión que últimamente me acosa. Recordé el maravilloso vértigo que se experimenta al dar vueltas y vueltas con los brazos extendidos y ese divertido mareo que nos tiraba al piso acompañado por risas, por la única necesidad de ser feliz, de divertirse. Recordé que en algún momento de mi camino callé mi voz interna o simplemente decidí no escucharla más, para así convertirme en una mujer hecha y derecha a la cuál hoy no le encuentro más forma de la que tenía a los 5 años, cuando jugar e imaginar que volaba al país de Nunca Jamás era mi climax cotidiano. No sé si crecer vaya de la mano con convertirnos en seres aburridos, seres que sólo se preocupan por cumplir un horario, por atender citas y clientes o por acostarnos temprano por el prurito de dormir las 8 horas necesarias. Cuando éramos niños nuestras madres nos rogaban para que fuéramos a la cama pero estábamos muy ocupados creando nuevas aventuras, pensando en el fin de semana y encontrando las ramas perfectas para llegar hasta la copa de un árbol, allí en donde todo se ve más claro, en donde el verdor de sus hojas nos robaban suspiros o simplemente desde donde espíabamos, como gran hazaña, la vida insípida del vecino. Estoy cierta que ser adulto es bastante complicado, nuestros problemas van más allá de comerse las verduras o pasar con una nota decente el exámen del día siguiente. Hoy nos vemos envueltos en situaciones, que según nosotros, son prioritarias y olvidamos lo maravilloso de vivir, así sin más, sólo vivir y sonreir. Algo dentro de mi cambió, algo sucedió porque ahora espero ansiosamente el próximo paseo al parque con mis perros, en éste no tendré retractores que no me permitan revolcarme con ellos, jugar y reir, disfrutar de las mieles de la suciedad, hoy sé que puedo ir a casa a tomar un baño, que no importa si el edredón se llena de su pelaje o si la lluvia cae sobre mi y me arruina el alaciado. Hoy sé que llevo, desde hace un tiempo, preocupándome por nimiedades, por no gastar en exceso, por no comer a deshoras, por no dañar mis zapatos en el lodo, sin darme cuenta que todo eso tiene solución, sin darme cuenta que he perdido momentos increibles por entregarme a la adultez.